El hombre que siempre estuvo allí

Sobre LeBron James y su récord como máximo anotador de la historia de la NBA

Santiago Cembrano
8 min readFeb 9, 2023

Empecemos por decir toda la verdad y nada más que la verdad: ayer por la mañana yo ni siquiera sabía que los Lakers jugaban esa noche y que a LeBron James le faltaban solo 36 puntos para superar el récord de Kareem Abdul-Jabbar como el máximo anotador de la historia de la NBA. Tenía claro que pronto iba a pasar, desde que comenzó la temporada era fijo, mas no sabía que podía ser ese día. El Nene fue el que me avisó del partido contra Oklahoma y de lo cerca que estaba de la meta. Entonces me sintonicé a las 9 PM para ser testigo de la Historia sucediendo.

Resultó que el juego era a las 10 y antes de que empezara ya tenía sueño. Si bien era consciente de lo que estaba a punto de suceder — la ruptura de un récord que hace unos años parecía imbatible, el mayor récord de todos, una absoluta bestialidad , mestásjodiendosontreintayochomilpuntos— empecé tranquilo, mientras LeBron empezó nervioso y falló sus primeros tiros. Luego solté el celular y me concentré en el partido a medida que fue calentando motores y quedó claro que esa iba a ser la noche, no había que esperar al siguiente. Me dormí y me desperté en el tercer cuarto cuando le faltaban ocho puntos. Empecé a sentir un cosquilleo en todo el cuerpo, una emoción que luchaba contra el cansancio. Estaba muy cerca.

Todas las cámaras apuntaban a LeBron James en el Crypto.com Arena cuando, con dieciocho segundos restantes en el tercer cuarto, recibió el balón de Westbrook a la altura del codo. Encaró a Kenrich Williams y luego le dio la espalda de nuevo. Dio dos botes hacia el medio y con el tercero, tras recostarse en el defensa, plantó su pie derecho y se elevó hacia atrás, en un tiro de media distancia sostenido. El balón dibujó una parábola perfecta y el chas que hace una red cuando el balón la atraviesa — como un golpe del viento, uno de los sonidos más bonitos que hay — fue ahogado por la ovación inmediata de los 19.000 espectadores que llegaron esa noche a la Calle Figueroa. LeBron trotó de vuelta dando saltos y alzó las manos. Yo, en pijama en mi casa, a 5.500 km de distancia, a oscuras y con cuidado de no despertar a mi novia, también alcé las manos. Me quedé con las manos en el aire en tanto LeBron abrazaba a su familia, a Jay-Z y a Bad Bunny. Lloré un poquito.

Hace un momento leí a Kareem Abdul-Jabbar, gran escritor, sobre LeBron y el récord. Dijo así: “Cuando un récord deportivo es roto — incluyendo el mío — es momento de celebrar. Signifca que alguien ha empujado los límites de lo que creíamos posibles a un nuevo nivel. Y cuando una persona escala más alto que la anterior, todos nos sentimos capaces de ser más”. Es eso, eso es todo. Tan clarito. Lo leí y dejé lo que estaba haciendo para escribir esto, sin consultar estadísticas ni datos, de pura tripa. La ocasión lo amerita.

Los primeros recuerdos que tengo de ver NBA son borrosos: la sala de mi casa en Salitre, mi papá diciéndome algo de Michael Jordan. Pero la primera temporada que recuerdo fue la 2003–2004, la primera de LeBron. Con mi papá vimos cuando Derek Fisher, de los Lakers, anotó con cuatro décimas de segundos en el reloj para derrotar a los Spurs; yo salté y manoteé y sin querer le pegué a mi papá en las bolas. Fue mi primera gran alegría deportiva.

Pero la temporada terminó con los Pistons como campeones y los Lakers — mis Lakers — derrotados. Fueron mis primeras trasnochadas para sincronizarme con el horario de la costa oeste y poder ver la primera mitad de algunos partidos. Desde el saque mi favorito fue Kobe Bryant y su camiseta fue la primera que tuve, pero en 2007 un compañero de basket me vendió la vinotinto de Lebron de Cleveland barata. Me quedaba enorme; todavía me queda. La primera vez que supe que él era un grande fue cuando le metió más de veinte puntos seguidos a Detroit en un juego de Playoffs de 2007. Y todavía el recuerdo de estar en la casa de mi amigo del colegio Sebastián Acosta en 2008 y ver a LeBron aniquilar, otra vez, a los Pistons en los Playoffs, de ser consciente de que lo que estaba viendo no era normal, está vívido en mi mente.

En 2009 y 2010 LeBron fue el MVP de la liga, lo que implicó que Kobe no lo fue. Ahí fue cuando me volví antiLeBron, así celebrara cuando metió un triplazo reserio sobre la bocina para derrotar a Orlando en las semis de conferencia de 2009, con mi papá al lado, aunque esta vez no le pegué. Era también la época en que defendía a Biggie por encima de 2Pac, como si tuviera que elegir a uno; supongo que es parte de la adolescencia. Para mí, Kobe era un artesano, que con esfuerzo y habilidad moldeaba una pieza perfecta. LeBron, en cambio, era la revolución industrial hecha hombre, un tren de 2.06 m y 125 kg: ¿a quién le emociona eso? Se le veía todo tan fácil — cuando saltaba y se quedaba un rato viviendo en el aire como si allá arriba no le cobraran arriendo antes de destrozar el aro con una clavada titánica o el tiro de un jugador con una tapa humillante — que era casi inhumano.

En esos años parecía que Cleveland se iba a enfrentar con Los Ángeles en las Finales; no pasó y eso me dio munición para afirmar que Kobe era mejor y, así, sentirme mejor. Así que no saben cómo celebré cuando Dallas derrotó a Miami en las Finales del 2011: LeBron había armado su súper equipo con Wade y Bosh, los tres habían sido unas lámparas asegurando que iban a ganar not one, not two, not three, not four, ¿y el supuesto mejor jugador no había podido vencer la marca de JJ Barea? Qué fraude, qué alegría. En 2012 y 2013 me tragué con desgane sus títulos; en el primero OKC era talento inexperto, en el segundo lo salvó Ray Allen. Yo estaba en mi trinchera de no concederle nada en los que fueron sus mejores años.

Volvió a Cleveland y de inmediato llegó a la Final, contra Golden State, en 2015. Yo estaba con mis amigos en Santa Marta para el Congreso de Antropología, y en el apartamento que alquilamos vi el final del primer juego. Luego fuimos a Tolú y me alcancé a preocupar cuando los Cavs se pusieron 2–1 arriba, pero los Warriors respondieron. LeBron en esa serie no fue solo bueno, sino inevitable, como si fuera la gravedad. Sentía miedo, mis músculos tensos, cada vez que tenía la bola. Respiré aliviado cuando el avión aterrizó en Bogotá la noche del juego seis y vi en mi celular que Golden State había ganado el título.

En 2016, los dos primeros juegos de las Finales, otra vez Golden State vs Cleveland, fueron un paseo para los Warriors. Me fui de trabajo de campo a Marmato, Caldas, cuando la serie iba 3–1, con la certeza de que había acabado: nadie había remontado ese defícit en la historia de las Finales. Pero se puso 3–3. Si recuerdo bien, el juego 7 fue un domingo y coincidió con la final del fútbol colombiano. Yo me fui para un bar mal iluminado al lado de la casa donde nos quedábamos en Marmato, el único lugar que se me ocurría para ver el partido, y esperé a que el fútbol se acabara para pedir que pusieran basket. Vi el juego 7 solo, con una pola, y ese último cuarto está en el podio de los momentos más estresantes de mi vida. Cuando LeBron bloqueó la bandeja de Iguodala, quizás la jugada definitiva de su carrera, me llevé las manos a la cabeza. Ahí seguían cuando Kyrie le clavó el triple a Curry en la cara para ganar el partido. Frustrado, esa fue la primera noche que reconocí que tal vez LeBron James era el más grande de toda la historia.

Adelantemos el casete para que esto no se vuelva interminable. En 2020 LeBron ya estaba en los Lakers y yo ya había superado la disonancia cognitiva que eso me había generado. Era octubre, Kobe había muerto hace unos meses. En la casa de Vic Deal, mientras Luis7Lunes y No Rules Clan grababan “Terreno Cercado”, vimos uno de los partidos de la Final entre los Lakers y el Heat, el que terminó con un fallo de Danny Green que le dio otra vida a Miami. En esa misma casa, dos noches después, vimos a LeBron liderar a los Lakers — mis Lakers — de vuelta al campeonato tras diez años. De ahí salió el final de Audio Descriptivo: “I want my damn respect too”. Yo, rodeado de basket, amigos y rap, con un nuevo título para mi equipo, no podía estar más feliz.

Tras el título de 2020 LeBron consolidó su argumento para ser la cabra, que todavía está en disputa. Y desde entonces todo fue en picada para los Lakers. Esa parte me la salto, pero la mala para Westbrook. En los últimos años he visto pocos partidos de los Lakers, principalmente porque han sido un equipo reflojo y me da rabia. Pero cada mañana he visto los highlights de LeBron; y aunque pareciera que ya no hubiera nada que él pudiera hacer para sorprenderme, cada mañana me encuentro con una jugada, un pase, una clavada o un movimiento que me sacude. Ya hace rato que me reconcilié con él. Además, con él más cerca de los 40 que de los 30 y yo más cerca de los 30 que de los 20, que todavía esté jugando a estas alturas de mi vida y de la suya me habla de su pasión y de su dedicación. También me habla de su humanidad, en disputa con el Padre Tiempo por unos años más de juego.

Nos habíamos quedado en mi habitación a oscuras, con mis brazos en alto y mis ojos empañados. En la pantalla, LeBron abraza a su esposa y a sus tres hijos. Todos los momentos que les acabo de relatar me golpearon al unísono. No solo no conozco, no concibo, la NBA, de las fuentes de felicidad más profundas de mi vida, sin LeBron James, sino que tampoco me conozco a mí mismo sin él. Este hijueputa ha estado ahí, al lado mío, por veinte años, como si fuera un parcero más, con el que hablo en conversación unidireccional y me di cuenta de que me caía mal por envidia.

Cuando lo empecé a ver yo todavía creía que podía llegar a la NBA y ahora, dos décadas después, él sigue ahí. Su camiseta está en mi cajón como una reliquia de mi adolescencia y él sigue ahí. Yo ya casi no juego basket, mis ganchos y movimientos en el poste bajo están empolvados, y él sigue ahí personificando la grandeza: un man que desde el colegio recibió toda la presión que alguien podía recibir y que superó las expectativas. Y ahora lo veo abrazar a sus hijos, ¿cómo no iba a llorar? Lo sentí casi como un triunfo mío, no porque yo tuviera algo que ver, sino porque he sido un benefactor de los grandes momentos de su carrera. Porque no hay vida sin basket ni rap y no he visto a nadie que lo haga a su nivel. Ahí estaba yo, otra vez trasnochando por ver basket como hace veinte y hace diez años, como siempre. Esta vez celebré sin moverme mucho, callado, sintiéndolo a fondo, viendo mi vida pasar. Al fin, luego de lo que pareció una hora, bajé las manos agradecido.

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Santiago Cembrano

Autor de ‘La Época del Rap de Acá’ y ‘Normas Rappa’ // Antropólogo. Escribo de rap, música y cultura.