Como encestarla desde el logo

Barcelona recibió a Cruz Cafuné en la gira de Me Muevo Con Dios.

Santiago Cembrano
Lenguaje Roto

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Luego de una maratón de casi dos horas, Cruz Cafuné se paró en la mitad del escenario de Razzmatazz, se sacó la cadena de dentro de la camiseta y se quedó quieto. Su pecho latía rápido. Respiró profundo y exhaló alivio. La ovación confirmó que la misión estaba cumplida, pero siguió firme, con la mirada concentrada en un punto que solo él podía ver. A medida que sus pulsaciones bajaban, cientos de personas coreaban su nombre. Él no se inmutó. Pasaron unos segundos más y ante sus ojos, quizás, esa noche, toda la gira, todo lo que había hecho para estar parado ahí. Entonces se relajó, sonrió y lanzó besos al público.

— Muchísimas gracias por todo, Barcelona. Ahora sí con esta nos vamos. Gracias por todo el cariño.

Todo eran murmullos expectantes en la noche del once de noviembre hasta que Dawaira, el elegido para abrir y calentar la tarima, tomó el escenario a las 7:30 PM y lanzó el llamado, ese llamado.

— ¡922!

Solo en el rap los prefijos telefónicos pueden volverse códigos que representan un universo entero, las coordenadas que parieron toda la música que vinimos a escuchar. Esta fue fue la decimocuarta parada de la gira con la que Cruz Cafuné ha presentado Me Muevo Con Dios, el álbum del año, por toda España. Ya había pasado por Valencia, Andalucía, Galicia, País Vasco y Murcia. Esta fue la segunda fecha de Barcelona, ambas con las entradas agotadas. Pero para para las cientos de personas que llegaron a Razzmatazz esta no es una parte del todo, sino todo. Por eso limpiaron sus tenis y eligieron bien su ropa. Por eso le respondieron de inmediato a Dawaira.

— ¡928!

— ¡922!

— ¡928!

A las 8 clavadas, un silencio ansioso inundó la sala. “TURBO” fue el disparo de salida y Cruz Cafuné apareció al trote, entre disparos de luces y humo. “s3_07_theboondocks_dvdrip.mpeg” y “Practice” marcaron el ritmo ágil, burbujeante, de la velada. Cruzi las recorrió sin pausa entre la una y la otra, con acentos en sus líneas más gráficas: “Salvo el game como una memory / Sueno en el speaker de ese pibe con mochila de delivery”. Sus versos — ostentosos, cómicos, íntimos, competitivos, descriptivos: una demostración de escritura hábil — eran rapeados al unísono por todos los presentes. Más que aficionados, parecían barras bravas, que gritaban cada barra como si la tuvieran tatuada; como si fuera más que una canción, como si, más que un concierto, fuera una conversación. Las reglas quedaron claras: nada de que el artista canta y los demás escuchan y aplauden. Todos cantan. Y cantan alto. Y cantan tan alto que a veces ahogan la voz del artista.

No era suficiente para Cruzi, que pedía más y más energía. Corría de un lado a otro y su voz se agitaba, pero sabía cuándo apoyarse en la pista o en la gente, que no lo dejó caer. También, como en “Dios #1”, sabía cuando clavar cada sílaba y demostrar su habilidad. Solo entonces se detuvo para tomar aire y saludar.

—Buenas noches, señores, ¿cómo estamos? Gracias por venir esta noche, darle amor al disco y darme amor cada vez que vengo a esta ciudad. Quiero ruido para los técnicos y todos los que hacen posible la fiesta. Anoche fue una puta peli, pero tengo el presentimiento de que hoy va a ser mejor.

Me Muevo Con Dios es un álbum enérgico, impulsado por el repiqueteo de la percusión, por los bajos retumbantes, por la adrenalina de temas como “FAXXXxxx” y “Ja Morant”. Hay que saltar y saltar, no hay alternativa. Pero Cruzi curó el concierto para incluir distintos ambientes, es decir, distintos movimientos. Los cuerpos que rebotaban con furia pasaron a deslizarse con suavidad con “Retro 11s” y “goofy ahh luv joint”, dedicada a las parejas que no saben estar juntas ni separadas. Con “Ojitos Aguaos” — un retorno a Moonlight922 (2020) — y “Baby Boy”, el movimiento se concentró en las caderas. A mi lado, una mujer cierra los ojos y se sumerge lentamente en “Close friends”, una parábola sobre sexo y soledad en los tiempos de las redes sociales. Cada canción tiene unas visuales particulares que se proyectan en la pantalla; en este caso vemos pantallas de WhatsApp, de Instagram, de Uber. La escucho a ella, que se apropia de la canción: “Le mando un Uber a la primera que escriba, también se siente sola porque sino no vendría”.

Detalles elocuentes. Hasta ahora, solo habíamos escuchado la voz de Cruz Cafuné: si cantaba un tema colaborativo, se limitaba a su parte. Pero cuando llegó el turno de “Sangre y Fe”, la canción más grande de Me Muevo Con Dios, esto cambió. El coro de la colaboración con Quevedo, la joven estrella canaria, sintetiza la raíz del momento mágico que disfruta la música de este archipiélago: se han tomado por asalto todos los circuitos porque lo han hecho juntos. Por eso, mientras la instrumental crecía, se agazapó como un león que considera el instante preciso para atacar a su presa. Y cuando entró la estrofa de Quevedo, Razzmatazz fue una sola voz: “No me subas el tono / Mami, soy el rey, no va a haber quien me saque del trono / En la isla a mamá le dicen: ‘Vane, pariste un icono’ / Dependo de mí pa’ ganar, me siento en el octágono Conor / No quiero estar en la cima solo, no quiero estar en la cima solo / No quiero estar en la cima solo”.

Si con “CARTIER DE MADERA” Cruzi hablaba con Choco de que la vida daba giros, con su estrofa de “Sangre y Fe” nos devolvió hasta el 2014, a ese Peugeot en el que fumaba con Choco mientras escuchaban al rapero canario Nestakilla, con hambre de victoria. Ahí también está la raíz de este movimiento, en la continuidad del ciclo: seguro ahora mismo en Tenerife hay otro carro con otros dos soñadores que fuman y escuchan Me Muevo Con Dios mientras trazan sus metas. ¿Cómo describir esta racha? Como encestarla desde el logo, propone Cruzi. Los cuerpos cambiaron de frecuencia con el Jersey Club de “4 Prez”, que él rapeó sin omitir ninguna sílaba. Saltó por cortes de VISIÓN TÚNEL (2020) y su debut, Maracucho Bueno Muere Chiquito como “TLC” y “Te Enamoraste de un G”; fue la última vez que la cantaba, sentenció. Su gruesa cadena brillaba entre la camisa de beisbol de los Leones de Caracas.

Desapareció del escenario y apareció en la pantalla, donde un corto simulaba ser una ventana tras bambalinas. Esta pausa para él fue un respiro; para nosotros, un aviso: lo que venía implicaba esguinces y sangre. No había acabado de empezar el beat de “Mina el Hammani” cuando la multitud se fundió en un pogo violento, que se mantuvo encendido hasta “Nmout 3lik”, que se sintió como un himno de guerra. Cruzi, desatado, era una centella, como si en el entretiempo le hubieran dado la bebida de Space Jam.

— Me la suda que estén cansados. Si quieres dinero, salta. Si estás conmigo, a todo pulmón; si estás conmigo, que caigan gotas de sudor del techo.

Del cenit eléctrico pasamos al aterrizaje. Con “Movezz en silencio” todo fue terciopelo sonoro y, con “Fabiola”, las luces, tenues, se centraron en Cruzi. Los mecheros se elevaron para acompañarlo en la canción sobre su hermana, que también es sobre su madre, sobre su padre. Es sobre gente que no conocemos, pero sí conocemos la letra, la sentimos. Es la magia de ser artista: al compartir la intimidad que te duele, puedas convocar a una sala llena a que te acompañe a sublimarla.

La última es “Issey Miyake”: tonos suaves y samples vocales como lienzo para que Cruzi deje fluir su conciencia por varios minutos. Ya no hay saltos, rapea como si nos hablara, con una cruz a su espalda, proyectada en la pantalla. “El mejor regalo fue lograrlo con mi hermano”, dice él; dos amigos se abrazan, agradecidos por haber vivido el concierto juntos. Está tan cerca, aunque insista que está lejos de toda su competencia. El ritual del cierre es de palmas al son del beat que le da el título al disco. Se va y queda el león de Mécèn. Ondean algunas banderas de Canarias y los ecos de todo lo que acaba de pasar.

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Santiago Cembrano
Lenguaje Roto

Autor de ‘La Época del Rap de Acá’ y ‘Normas Rappa’ // Antropólogo. Escribo de rap, música y cultura.